Donde la niña vivía, las mañanas eran brillantes, soleadas, y se respiraba el aire fresco de recién regado el zacate. Y aunque su madre se empeñaba en guardar distancia con los vecinos, ella disfrutaba igual jugando en el jardín de su casa que en la calle con los demás niños, siempre y cuando los tibios rayos de sol le hicieran compañía. Pero allá dentro , en el otro jardín, las mañanas eran sombrías, olían a crayola y pegamento y el sol apenas se animaba a asomarse a través de los barrotes que protegían las ventanas.
Desde el primer día de clase, la niña se apoltronó en la banca de madera pintada de verde que estaba colocada en el pasillo junto a la puerta de la dirección, y no habló. (la verdad es que la maestra hizo pocos intentos por hacerla entrar al salón) Apenas había sobrevivido otra larga mañana en el jardín, su madre le anunciaba entusiasmada que la mañana siguiente seria igual. Cuando volvía por ella para llevarla a casa se veía tan animada que la niña nunca tuvo valor para decirle que sería autodidacta. Y si algún día lo hizo tal vez su mamá no la escuchó. Ella no encajaba ahí, no conocía a nadie y tenía poca experiencia en relacionarse con extraños. La niña tiene poca edad para entender que aquello no tiene que ver con la experiencia sino con el temperamento.
Era intolerable la ñoña discusión que comenzaba Clemencia apenas llegaba al jardín, acerca de quien tenía el dedo meñique mas pequeño, si la niña o alguien mas. Clemencia era la mayor, si no en edad, si en tamaño, con el cabello recortado como un niño y una cuca que le detenía el apartado por un lado.
Pilar la directora, de traje sastre, lentes con cadenita y zapatos de tacón ancho como de monja, en realidad no era vieja, si tan solo hubiera preferido vestir unos jeans. La niña ya se había aprendido el taconeo de sus zapatos por todo el corredor, y podía decir si estaba en el baño, en el salón de la maestra Carmen o cuando se acercaba a su banca verde del pasillo donde ya casi pasaba inadvertida. Aquel día apenas se alejó la directora, la niña curzó la puerta, hasta llegar a los barrotes multicolores del barandal.
Se paró derecha, no de frente, sino perpendicular a las ranuras que se forman entre barrote y barrote y se puso entre el verde y el azul, dió un paso a la derecha para acercarse al barandal, empujó primero el hombro, al tiempo que sacaba la pierna, y sin darse cuenta cómo, pero en menos tiempo del que le tomaba a Pilar recorrer el pasillo de regreso hasta la oficina de la dirección, la niña estaba fuera.
Sus enrojecidas mejillas delataban la marcha apurada de su corazón - ¡Ssshhh! nos van a oir.- murmuró y comenzó a correr.
La ruta le era familiar, la había recorrido lo suficiente como para recordarla. Aunque nunca caminando, si en el coche de su abuelo. Tenía que llegar a la calle mas transitada, con un ancho camellón, de ahí correr hasta llegar al puesto de sandías que estaba adelante del panteón. Su corazón le iba ganando la carrera a sus piernas, y por un momento este casi se detiene al escuchar unos gritos que llamaban su atención. ¡Niña! ¡Niña! Alguien la seguía. Miró por el rabillo del ojo, sin dejar de correr. Es un policía, no tenia clara la idea de como debían lucir, pero sabía que en el puesto de las sandías siempre había uno. Magdaleno su abuelo siempre lo saludaba al pasar por ahí camino a la tienda, en su valiant azulcielo con asientos color blanco, el mismo que encendía con un botón como de licuadora.
El policía era un hombre amable, que no parecía estar enterado de la hazaña que la niña acababa de ralizar, se acercó para ayudarla. Por suerte ella recordaba su dirección como si fuera una rima de las que Pilar la directora se empeñaba en repetir todas las mañanas sin excepción, Sierra de Ascotán 4742. Subió al coche patrulla con el policía y la sirena encendida con luces azul y rojo, mientras recorrían las calles la niña no pensaba en mucho, incluso parecía no estar entusiasmada con el ulular de la sirena. La niña esperaba.
Esperaba encontrar a La Paloma, la perra de su abuelo, que en cuanto bajo del coche patrulla se acercó a saludarla con húmedos lenguetazos, agitando vivamente su cola. Sintió en el aire la caricia de los olores de la cocina de su mamá, olía a cortadillo. Ella les abrió la puerta, estaba esperando, aunque no precisamente por la niña, su redondo vientre apenas le dejo entrever en la palidez de su rostro, una mueca de espanto y gratitud, tan pronto como la madre escucho la historia que le contó el policía atinó a darle las gracias y tomo a la niña del brazo, con el brusco gesto de quien se angustia por lo que pudo ser y se consuela con lo sucedido.
La niña la miró sin entender porque lloraba y le preguntó.-Entonces mamá, no te alegras de verme?. Marigloria Zamora.